Miguel tras ser intervenido de una
dolencia estomacal, fue llevado a planta. Se le asignó la habitación
101, ubicada en la primera planta de aquel vetusto hospital. Sería
compañero de cuarto de Daniel, este era aparentemente reservado y
poco hablador.
A poco de cenar, la enfermera comunicó
que era hora de dormir, se apagarían las luces y se bajaría la
persiana del ventanal. Unas espesas y raídas cortinas hacían
desaparecer la cristalera.
La guerra civil no hacía tanto que
había concluido y aún se mantenían costumbres de disciplina militar
en los centros hospitalarios.
A las siete de la mañana, al estilo
cuartelario, una monja con cara de pocos amigos, entraba en la
habitación dando unos “buenos días” que más parecían un
lamento. Descorría la cortina, subía la persiana y Daniel se
quedaba absorto mirando fijamente a través del gran ventanal de
cristal.
Miguel reparó con la atención que su
compañero de cuarto miraba hacía el exterior. Un rato después, la
curiosidad y el dolor que sufría en silencio, le hicieron
reaccionar.
Disculpa, dijo dirigiéndose a Daniel.
Este ni giró la cabeza. Disculpa, otra vez. El absorto compañero de
cuarto, se giró hacía Miguel y le espetó: ¡que quieres!. ¿Cómo
puedes estar horas y horas sin hablar y mirando fijamente al
exterior. El dolor se me hace insoportable y trato de distraerme.
Miguel insistió: ¿Cómo puedes distraerte mirando a la calle?.
Daniel dijo sin inmutarse, ahí fuera hay vida. Junto a la cornisa de
nuestra ventana, unas golondrinas han anidado. No paran de entrar y
salir, mientras alimentan a sus polluelos. Al frente, en el centro
del jardín botánico, en el mismo banco todos los días, Carmen la
enfermera se sienta con el teniente Gutierrez, se toman las manos y
hablan de amor. Cuando se cercioran de que nadie les ve, se dan un
breve pero intenso beso. Más a la derecha, todas las mañanas Sofia,
la hija del director de este hospital, pasea a su bebe, se termina
sentando en un banco y le echa pan a los pájaros. Casi al mediodía,
un grupo de chiquillos juegan a “volar” aviones de papel. La
verdad, es muy entretenido. Si quieres, te puedo narrar cuanto va
discurriendo en el exterior.... Miguel aceptó, algo es más que
nada, pero fue acumulando un odio y rencor hacía Daniel, por la
suerte que este tenía de estar tan cercano al gran ventanal.
Los días de aquella primavera de
1.956 iban pasando lentamente. Daniel se iba apagando poco a poco.
Un cáncer incurable de estómago, forzaba el que cada día fuera un
nuevo suplicio y la tenue luz que alumbraba su ya exhausta vida, se
fuera extinguiendo.
Aún así, cada mañana, Daniel narró
durante algunas semanas, casi sin interrupción, lo que iba
aconteciendo en el exterior del hospital. Miguel oía atento cuanto
le narraba su compañero de cuarto y anhelaba tener algún día
aquella mágica cama, tan cerca de la ventana.
Al atardecer de aquél sábado, Daniel
se encontró mucho peor de lo habitual, tosió, escupió algo de
sangre y cerró los ojos para siempre. El descanso había llegado
para él. Las enfermeras y monjas lo sacaron enseguida del cuarto,
cambiaron las sábanas y dejaron la cama que había sido de Daniel,
preparada para otro próximo paciente. Persianas abajo, cortina
desplegada, luces apagadas y un buenas noches sin animosidad alguna.
La monja abandonó el cuarto ya a oscuras y Miguel se dispuso para
hacer lo que llevaba horas pensando. Se levantó de su cama con
fuertes dolores, con una lentitud extrema se acercó a la cama vacía,
se introdujo en ella no sin gran dificultad y se acomodó. Apenas
pudo dormir. Estaba impaciente por disfrutar del espectáculo que
hasta esa misma mañana, Daniel le había descrito con tanto lujo de
detalles. El reloj que había colgado en la pared, frente a las
camas, señalaba las siete en punto de la mañana. La puerta se abrió
y la monja de casi todos los días, entraba dando unos buenos días,
casi sin ganas. Miguel estaba impaciente. La religiosa se percató
del cambio de cama que había hecho el paciente y se lo manifestó
con severidad, pero este, en un alarde de ingenio le contestó que el
doctor había autorizado la tarde anterior dicho cambio. La monja
hizo un ruido como aceptando la explicación y se dispuso a descorrer
las cortinas. Miguel se podía oír los latidos de su propio corazón.
Nerviosísimo, no perdía detalle de la maniobra que ejecutaba la
monjita. Por fin comenzó a subir la persiana. Los ojos de Miguel
parecían a punto de salirse de sus órbitas. No podía creer lo que
estaba viendo. Ante su atenta e impaciente mirada, solo había un
gran muro. Debía medir al menos 5 metros de altura y no permitía
ver nada del exterior.
No había golondrinas. Carmen la
enfermera y el teniente Gutierrez no estaban. Sofía la hija del
director del hospital, no paseaba a su bebe ni alimentaba a los
pájaros. No había chiquillos “volando” aviones de papel. Ni
siquiera había un jardín, al menos a la vista.
Los ojos de Miguel se inundaron de
lágrimas. Fue consciente en ese instante, del esfuerzo que hacía
todos los días su fallecido compañero de cuarto, para hacerle un
poco más llevadero el suplicio, de tener un cáncer que no tendría
cura.
Dos días más tarde, subían a planta
a Juan. Se le adjudicaba la cama de interior que había junto a
Miguel. El recién llegado se quejaba de un dolor casi insoportable.
Miguel se giró hacía su nuevo vecino de cuarto y le dijo: “Ni
te imaginas la vida que hay ahí fuera”. Otro
día más, Carmen la enfermera está acompañada de su prometido el
teniente Gutierrez. Las golondrinas que han anido en la cornisa sobre
la ventana, no paran de entrar y salir y dan de comer a sus
polluelos. Sofía, la hija del director de este hospital, hoy está
preciosa y los chiquillos “vuelan” aviones de papel. El jardín
está resplandeciente.
Juan, con cara de
extrañeza le preguntó a su compañero de cuarto: Estamos en
Octubre, creo que ya no anidan las golondrinas y parece que llueve,
¿Qué hace tanta gente en la calle? Miguel sin inmutarse siguió
describiendo cuanto “veía” a través de la ventana.
Meses
después, fue Juan quién animó a un nuevo compañero de habitación.
La costumbre de narrar cuanto aparentemente se podía ver desde la
habitación 101, fue llegando a oídos de sanitarios y pacientes.
Estos últimos, solicitaban ser cambiados a esa magnífica habitación
y no aceptaban la explicación de que era un bulo. Finalmente, un
enfermero pintó con gran talento y destreza, unas letras junto al
número exterior del cuarto. El mirador.
Los
pacientes que no tenían cura, eran conducidos a la habitación 101,
y el enfermo de turno, más antiguo, mantenía la costumbre de narrar
cuanto acontecía en el imaginario jardín.
Hay personas que
tienen un don especial para animar a los demás y posiblemente no se
les puede imitar, pero cuesta muy poco intentar hacerle la vida algo
más llevadera a quién tenemos cada día a nuestro lado.
Un saludo
No se conoce a las personas por como escriben, se conocen por como actúan.
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